El perro a quien le debo ser la razón de poder escribirlo es Cuchara.
Ahora está publicado en la revista "Metamorfosis" de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua.
La
niña más pequeña chocó con él mientras corría con su vestido de princesa ya
manchado por unas marcas de dedos sucios de chocolate, la bolsa llena de dulces
traqueteando al chocar con sus rodillas y los grititos de emoción de los otros
niños que trataban de alcanzarla se unieron a los ladridos de los perros de la
colonia. El escándalo que año con año molestaba a los más viejos que insistían
en negar la llegada de las fiestas de Halloween a la vida cotidiana, para ellos
la verdadera tradición era Día de Muertos. Para Fernando lo mismo daba. Solo
que en ese momento le molestó en verdad ver a la mujer que acompañaba los críos
disfrazada con un vestido negro, sombrero de pico y accesorios plateados con
forma de Luna. Demasiado vieja ya a sus treinta como para querer seguir el
juego, ridícula. ¡Peor aún! Traía con ella y en medio de los niños un perro
lanudo, tal como el que le había costado una multa de varios miles de pesos
sólo por matarlo.
La
bruja se le quedó viendo muy fijamente y Fernando estuvo seguro que era una de
esas escandalosas de las “sociedades protectoras de animales”. Los niños se
adelantaron jugando a comparar sus trofeos y ella quedó a menos de un metro
cuando el perro ladró. Fernando levantó el pie para patear al escandaloso
animal cuando ella puso una mano sobre su hombro, apretando los dedos en algo
que parecía el esfuerzo por trazar un dibujo.
—¿Qué
estás haciendo? —Fernando la aferró de la muñeca y le torció el brazo hacia
atrás, forzándola a inclinarse. El cachorro comenzó a gemir tratando de
escabullirse y los niños se paralizaron
un momento con los ojos completamente abiertos. Las caritas angustiadas en un
gesto cercano al llanto. Poco después la soltó, al alcanzar a percibir el
crujido de los dientes apretados de su prisionera. Era obvio que no quería
mostrar el miedo y el dolor que sentía para que los niños no se desbandaran. — ¿Crees que tengo el más
mínimo sentido de conciencia o culpabilidad? ¡Por favor! Sólo un idiota
pensaría que yo voy a agarrar conciencia sobre un animal tan despreciable como
lo es el perro. ¡Déjenme en paz!
Con
la cabeza baja se alejó de él acomodándose las mangas para reunir a los
niños. El perro cojeando la alcanzó sin
poder evitar gruñirle a Fernando al pasar cerca.
—¡Solo
era un estúpido chucho! — Gritó Fernando haciendo que los niños comenzaran a
llorar.
Extrañamente,
la mujer volvió sobre sus pasos y los niños la siguieron como si fuera una
corte de duendes. — No te burles, no insultes lo que no conoces, porque podrías
arrepentirte. — Dicho esto, soltó al perro de la correa y los niños corrieron
tras él, totalmente olvidada la escena de su niñera lastimada. Pero en el vuelo
de las mangas de la bruja Fernando vio claramente cómo la silueta de su mano se
iba dibujando en un tono rojizo, y el leve temblor de la piel. Como siempre,
hasta los que trataban de enfrentarlo le tenían miedo. Se sabía grande física y
mentalmente. No como esos tontos e hipócritas disfrazados de compasivos.
Ella se alejó en silencio. Los gritos de los
niños pidiendo “dulce o travesura” puerta por puerta volvieron a oírse. Un
nuevo grupo pasó del otro lado de la calle. Fernando siguió su camino. Estaba
por llegar a casa cuando las luces de la ciudad se apagaron. El silencio se
extendió como el manto de oscuridad, Fernando habría esperado gritos de
sorpresa o miedo a la distancia, cláxones, ladridos, lo habitual. Pero nada
pasó por unos segundos. Hasta que se dio cuenta que la ciudad parecía otra,
vacía.
A pocos metros, una lámpara funcionaba lo
suficiente para que Fernando pudiera distinguirse a sí mismo, solo. Caminó
hasta única luz y descubrió que detrás de él las sombras se profundizaban. Un
nuevo sonido llegó, agua corriendo, un río. Y sobre su cabeza, donde debiera
estar el aviso de la calle, solo una palabra “Mictlán”.
Mientras trataba de encontrarle sentido a
todo eso. Fernando supo que tenía compañía. De las sombras una silueta se
acercaba dando rodeos, apenas diferenciada por los brillantes ojos que lo mismo
parecían llamear que reflejar el frío del hielo.
—¡Quien eres! — Gritó Fernando mientras
tomaba la postura más intimidatoria que podía. Sabía que sus cien kilos y su altura
le ayudaban, pero no lograban entender lo que sucedía.
Una risa grave y baja fue toda su respuesta.
Parecía como si la sombra saboreara el miedo de Fernando. Peor aún, que sabía
que tenía todo el tiempo a su merced para degustar esa situación.
— ¡Donde estoy! — Fernando instintivamente
se acercó a la lámpara sintiéndose cada vez más ridículo.
—
¿No sabes leer? — Oyó la voz burlona, ahora
en su mente. Fernando se concentró lo más que pudo en recordar, pero no conseguía
pensar más que en que debía ser un sueño. —No importa lo que creas.
Esto es Mictlán. . . ¡Y tú eres mío! —Con un rugido la sombra saltó sin que
Fernando pudiera distinguir si era humana o animal.
Los huesos de las piernas y la cadera de
Fernando quedaron hechos pedazos en instantes sin que el dolor le permitiera
saber si fue por mordeduras, el impacto o los golpes recibidos. El arco de luz
que él creía una protección realmente era solo el marco de su jaula pues ahora
estaba incapacitado para salir. Tanto por el daño recibido como por el terror
de lo que le esperaba en la oscuridad.
La sombra seguía ahí. Riéndose de él.
Rondándolo. Permitiéndole sufrir ese primer agravio y saber que le esperaban
más. El suelo bajo el cuerpo de Fernando se fue tiñendo de un tono más oscuro
mientras su sangre se deslizaba lentamente hacia el río que alcanzaba escuchar
pero no conseguía ver. El tiempo perdió sentido, en su celular la hora seguía
marcando las siete cuarenta y cinco de la tarde, tal como la primera vez que lo
consultó pese a que hacía mucho más que se había cansado de contar hasta
sesenta, una y otra vez, mientras buscaba controlar el dolor.
Decidido a sobrevivir. Fernando se aferró al
poste con ambas manos, apoyando el peso en la lámpara mientras trataba de
erguirse, confirmar el grado de sus lesiones y buscar alguna manera de moverse.
Ya no dudaba, todo era terriblemente real y no le quedaba más que encontrar un
modo de escapar de la sombra. La cadera estaba muy dañada, una de las piernas
tenía marcas de cortes y los huesos destrozados, todo movimiento que trataba
con esa extremidad le significaba calambres, una tortura. La otra pierna sólo
parecía amoratada, aunque no podía estar seguro sin levantarse bien y dar el
primer titubeante paso. Una mano sobre otra, con todos los músculos tensos por
el esfuerzo y la tensión nerviosa, subió centímetro a centímetro. Podía
escuchar su propio pulso como tambores de guerra en los oídos, su respiración
con el susurro del río.
La
carcajada de la figura al volver a saltar, el crujir de los huesos en las costillas,
su propio alarido cortado de golpe. Probó su sangre justo antes de perder la
conciencia.
Cuando despertó un hombre de aproximadamente
cincuenta años lo estaba vendando con trozos de camisa. El olor a parafina,
copal, tabaco, tierra y humedad era un perfume embriagador, que reanimó aún más
a Fernando.
—
¡Pobre muchacho!
—
Exclamó el hombre — ¿Cuánto hace que no comes? Toma aquí mis hijas me dieron unos tamales
y puedo compartirte.
—
¿Cómo llegó
usted…? — Susurró Fernando mientras se sentaba sin poder reprimir una expresión
de asco al ver los tres perros que permanecían echados justo al borde de la
luz.
— ¡Pues como tú!
¡Muriéndome! —Con una risotada el hombre le ofreció un trago de tequila — Este es mi primer año que
puedo regresar a visitar a la familia. Mi nombre es José ¿Y tú eres?
Solo después de varios tragos al tequila
Fernando pudo observar con atención a su nuevo acompañante. La flor amarilla en
el bolsillo de la camisa, el morral con comida y otros objetos, la veladora, la
cicatriz en el cuello, el pelo revuelto. Para su desgracia todo cobraba cada
vez más sentido. — Fernando — Le respondió tratando de no delatar su
miedo, ni el asco que los perros detrás de José le producían. Callejeros de
raza indefinible, pelo corto y tieso, sucios y de mirada altanera. Más allá de
ellos, los ojos llameantes de la sombra.
— ¡Mucho gusto Fernando! Te
voy a dejar mi bastón porque parece que lo necesitas más tú. Pero ya no puedo
darte otra cosa porque me falta todo un año para volver y no se si mis hijas
podrán dejarme tantos regalos para el siguiente “todos santos”.
—Como... ¿Cómo pudo cruzar
la oscuridad? Su veladora no ha de iluminar tanto como el farol, señor José. — Fernando notó el castañeo
de los dientes mientras hablaba, ni siquiera el tequila calmaba sus nervios. No
sabiendo que en cuanto quedara solo, ese ser volvería.
— Ese es trabajo de los
perros. — José se levantó, los animales se formaron en escolta silenciosa. —Sin uno que te guíe, jamás
podrás cruzar el río. Ni de ida, ni de vuelta.
Las pisadas de los animales y José se fueron
desvaneciendo, lo mismo que la brevísima luz de la vela mientras se adentraban
en el camino. Fernando trató de no llorar. ¿Estaba muerto? No sabía. ¿Eso era
todo? Por un estúpido perro ahora era la víctima de algo que se escondía en la
oscuridad del infierno.
—
No me escondo.
Soy. — La
sombra se acercó a Fernando. Esta vez con una forma humana que le dio la
esperanza de poder contraatacar, casi olvidando que era exactamente eso lo que
lo dejó con los huesos rotos e inconsciente, uno o dos días.
— ¡Todo esto por un
estúpido perro! — Fernando se levantó. Cruzó los brazos para mostrarse mucho más seguro
de lo que sentía.
— No.
— ¡Entonces qué! Carajo. — Fernando se lanzó a
golpear a su verdugo. Toda la desesperación se transformó en violencia. La
adrenalina se disparó, y hubo un momento de pura euforia cuando su puño
consiguió tocar algo sólido. Sólo ese chispazo le fue posible. El resto de lo
que el tacto le dio fue la multiplicación de las lesiones. La sombra cortaba,
golpeaba y se movía apenas permitiendo que Fernando tuviera tiempo de respirar
y gritar. Él sabía que a veces lograba sujetar algo semejante a tela, o pelo,
golpear un cuerpo ajeno, pero era como si un ratón tratara de noquear un puma.
Cuando la sombra regresó al borde de la luz, Fernando era un bulto
ensangrentado, un cuerpo inservible cuya cabeza todavía funcionaba, sentía y
buscaba la forma de acabar con tanto sufrimiento. Con el rostro empapado de
lágrimas, comenzó a suplicar, odiando su voz agudizada, la impotencia.
— ¡Termina! ¡¿Que esperas?!
Ya te divertiste. ¡Por favor!
Una pequeña sonrisa, apenas una mueca fue la
respuesta del ente.
— Ni un perro merece esto. — Con la cabeza entre las
manos Fernando se rindió a su destino. Ahogándose en gemidos esperó lo
inevitable. Hasta que recordó lo que le dijo José. Ya estaban muertos. — ¡Maldición!
Las carcajadas de la sombra corearon el
lamento de Fernando. El brillo en los ojos, su distintivo, se avivó. Realmente
parecía complacido. — Si tú no lo remataste.
¿Por que debiera hacerlo yo?
— ¡Era solo un animal! A
nadie le importaba. — Fernando trató de argumentar, de enfurecer a su adversario para que lo
rematara. Tal como pasó cuando los animalistas trataron de “hacer justicia”.
— Lo mismo siento por ti. — De nuevo la risa.
Después, más silencio.
—
Ya no me queda
nada.
— ¿Dices que nada te queda?
— La
voz melosa del ente estaba tan llena de amenazas como el chisporroteo de sus
ojos. --- Estas equivocado. ¡Te quedan los dientes!
Nadie volvió a ver a Fernando. Los de las
protectoras de animales tenían la teoría de que había huido del estado para que
nadie hiciera justicia por su propia cuenta pese a que él mismo retó a todos en
las redes sociales a intentarlo. Hubo una versión que duró muy poco acerca de
que se había unido a una secta de satanistas, que era obvio porque desapareció
la noche de Halloween y el perro muerto en la universidad era solo “la
iniciación”. Su familia exigió se diera con el responsable, pero la policía
prefirió dar la versión que los de las organizaciones dieron. Ya aparecería
después, vivo o muerto.
Pasaron muchos años antes que la familia de
Fernando aceptara que no volvería. Agregaron su fotografía a la de los demás
parientes muertos en el altar de cada dos de noviembre solo porque no querían
perder la costumbre. Sabían que el no creía en la tradición. Siempre dijo que
era absurdo pensar que los muertos regresaban por los regalos que les dejaban
“para la otra vida”.
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